HISTORIA UNIVERSAL DE LA POBREZA
Vi el video el sábado pasado, con la noche cubriéndolo todo, en ese programa sobre las consecuencias de la globalización que emiten en la segunda cadena de la televisión española. Creo recordar que era un video de Live 8, el proyecto de Bob Geldof. En él, una madre africana recogía grandes piedras diseminadas por la playa; después, cargaba con ellas hasta las puertas de la cabaña donde esperaban tres pequeños mocosos. Sin nada mejor que ofrecerles, la madre colocaba las piedras en una olla llena de agua, sólo agua, y acercaba ésta hasta el fuego, llevando a ebullición su contenido ante la mirada curiosa de los niños. Los niños, hambrientos, miraban ansiosos el vapor que subía, sinuoso, hasta el azul del cielo. La madre, mientras tanto, gritaba a los niños: ¡ya casi está la comida, ya casi!, removiendo una y otra vez el contenido del puchero. Al cabo de un tiempo, cansados ya de las mil y una vueltas que llevaban dadas las piedras, los niños se tumbaban en el suelo de la cabaña a la espera de tiempos mejores. Al final, el sueño acababa venciéndoles y la madre postergaba con ello los efectos del hambre, imaginativamente, heroicamente, hasta la mañana siguiente. El video no era más que una representación de una de las muchas situaciones que pueden darse en la pobreza de África o de otras muchas regiones de la tierra. Y aunque también puede tratarse de una vieja historia (tropiezo en la Red con una leyenda de la primera época del Islam donde Omar, Segundo Califa, encuentra en un suburbio de Medina a una mujer que, sumida también en la pobreza, utiliza la misma técnica y las mismas herramientas), lo importante es que sirve para recordarnos una realidad que no admite duda alguna: como resultado de la pobreza, un niño muere cada tres segundos, aproximadamente, en algún lugar del planeta.
“De gran importancia es la comida” dice Rabí Yojanán en nombre de Rabí Yossi ben Kismá (Sanedrín 103 b). Y Emmanuel Lévinas, entre las brumas de la difícil libertad, no ahorra esfuerzos para poner a nuestro alcance la primera lección, imprescindible, de este principio. “El hambre del otro –hambre carnal, hambre de pan- es sagrado” –escribe Emmanuel Lévinas-. Y nosotros tratamos de aprehenderlo, aceptarlo y memorizarlo. ¿A alguien se le ocurre algo mejor para llegar a entender esta enigmática vida? Aceptarlo… “Como si se debiese pensar –continúa Lévinas- en algo distinto que en saciar este hambre; como si toda la espiritualidad de la tierra no cupiera en el gesto de alimentar; y como si de un mundo hecho pedazos, nosotros tuviésemos otros tesoros que salvar que el don –que el mundo, a pesar de todo, recibió- de sufrir por el hambre del otro”.
A mediados de 1938, Albert Camus, periodista, publica sus primeras crónicas de cierta relevancia en el Alger républicain. Por esas mismas fechas, un corresponsal de L’Écho d’Alger describe las delicias de la Kabilia, en un trabajo que bien podría servir como guía turística (imaginaria) de la zona. Pascal Pia, responsable del Alger, decide entonces enviar a Camus a la Kabilia para que éste realice un retrato más realista de esta inhóspita región. La Kabilia es una zona superpoblada que sufre las consecuencias de una injusta colonización; sus mejores tierras han sido confiscadas hace tiempo por los colonos franceses y se ve obligada a importar trigo para alimentar a sus hijos, pero no tiene con qué pagarlo. La descripción de Camus se ajusta mucho más a la realidad de los hechos: “Misère de la Kabylie”, titula los reportajes, añadiendo a continuación: “Grecia en harapos”. Camus describe un grado de miseria desconocida para los lectores habituales del periódico, haciendo hincapié en algo que salta a primera vista: sólo la caridad permite sobrevivir a la Kabilia. En compañía de un amigo, Camus observa todo desde la cima de la colina que domina Tizi-Ouzou: “Desde allí –escribe-, veíamos caer la noche. Y, a la misma hora en que la sombra que baja de las montañas sobre esta tierra espléndida trae un descanso al corazón del hombre más endurecido, yo sabía en cambio que no había paz para los que, al otro lado del valle, se reunían alrededor de una torta de mala cebada”.
Ante el espectáculo de la miseria, Camus y su amigo no lo dudan: “Bajemos” –se invitan-, y todo se pone de nuevo en movimiento. ¿A alguien se le ocurre algo mejor para llegar a entender esta enigmática vida?, se pregunta un hombre que aspira a la rectitud, a la justicia. Aceptarlo… El arte, ahora, más allá de certezas o interpretaciones, carece de todo secreto: “También sabía lo dulce que habría sido abandonarse a este anochecer tan sorprendente y grandioso –concluye Camus-, pero esta miseria cuyos fuegos brillaban frente a nosotros nos impedía ver la belleza del mundo”.
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